JOSÉ MOISÉS MARTÍN CARRETERO. ECONOMISTA
Este verano, mientras la mayoría estábamos de vacaciones –quizá en una vivienda alquilada a través de TopRural o AirBnb-, la multinacional Uber anunciaba que estaría preparada para ofrecer un servicio de coches de conducción automática en la nada lejana fecha de 2022. Su anunció se quedó corto cuando, a los pocos días, supimos que en Singapur, NuTonomy, una startup asiática, tiene ya sus vehículos autónomos en modo de prueba en la ciudad.
Más allá del prodigio tecnológico que supone la conducción automática, carrera en la que se enfrentan tanto las tecnológicas como las automovilísticas, el paso de la conducción manual a la conducción automática supone un cambio sin precedentes en la manera en la que concebimos el transporte de personas y mercancías. El automóvil, pieza clave en nuestro modelo productivo, tecnológico y de consumo, está a punto de sufrir una revolución que cambiará todo.
Imaginen que pueden disponer de un vehículo limpio, eficaz y seguro, en el que sólo pagarán por el tiempo que lo usen. La generalización del automóvil automático de alquiler supondrá, en realidad, una seria amenaza a la industria del automóvil, en la medida en que cada vez será menos necesario tener un vehículo en propiedad. The Economist estima que la reducción de vehículos necesarios para satisfacer las demandas de transporte podría alcanzar el 90% de las unidades, liberando una gran cantidad de espacio en las ciudades y permitiendo también importantes ahorros de materias primas. Si los automóviles son automáticos y su consumo es por uso, pagaremos por prestaciones y no por la marca, reduciendo en gran medida el valor añadido que suponen, en términos de status, los vehículos de gama media y alta. El empleo sufrirá también, pues será difícil mantener cargas de trabajo en industrias cuyos pedidos se van a ver drásticamente reducidos desde el consumo personal masivo a flotas de empresas como uber, cabify u otras similares.
Es sólo un ejemplo de la velocidad en la que nos estamos trasladando hacia una economía cada vez más basada en el acceso y menos en la propiedad. Las compañías de telecomunicaciones ofrecen televisores vinculados a su oferta por cable. Las principales empresas de software –incluyendo Microsoft- están pasando de un modelo de pago por programa a pago por acceso –con Microsoft 365- y la industria cultural está viendo como cada vez se compra menos música porque el streaming de Deezer o de Spotify proporciona acceso prácticamente ilimitado a la producción cultural, cosa que Amazon está intentando con su propuesta de Kindle Unlimited en el mundo de los libros. Si busca nuevos modelos de negocio, mire donde la gente todavía compra cosas para usarlas y busque la manera de alquilarlas al menor coste posible.
La economía del acceso convierte en servicio lo que antes era producción industrial, y prima la experiencia sobre la propiedad. Tanto Jeremy Rifkin como Tom Peters han reflexionado mucho sobre ello, señalando también las implicaciones de esta utopía donde todo es flujo y alguien puede vivir sin tener nada –o casi nada- en propiedad: menos consumo de recursos, pero también menos empleo en la producción de bienes, quizá más en la producción de servicios.
No debe escaparse tampoco el efecto que este modelo de consumo puede suponer en la igualdad social. En un mundo basado en el acceso, la propiedad irremisiblemente se concentrará en menos manos, quizá en firmas gestoras de ‘activos’. Piketty nos enseñó el peso de la distribución de la riqueza como factor explicativo de la desigualdad de la renta: a mayor concentración de la propiedad, mayor propensión a la desigualdad social. Quizá en el nuevo escenario esta ecuación deje de tener sentido, pero deberíamos estar atentos a los efectos, no todos positivos que nos traerá el advenimiento de la economía del acceso.
Source: Coches